TAMBIÉN TÚ 2 de la madrugada de un día cualquiera.
La deseaba tanto que no podía, a penas, contenerse. Su piel estaba especialmente sensible, podía notar el roce de las arrugas del pantalón. El dulce, y a la vez, salvaje perfume que emanaba de su femenino cuerpo llegaba a el como una provocación, desafiante. Estaba muy excitado, las palabras salían temblorosas y desordenadas de su, ardiente y jugosa, boca. Durante un fugaz instante una extraña lucidez se apoderó de el, le inundó la mente, y pensó. No recordaba haber sentido algo así jamás, ni por nadie ni por nada. Fue consciente, en ese momento, y sólo durante unos fugaces segundos, sintió la certeza de que aquello no estaba bien, no era posible, era meterse en un una olla cerrada sin posibilidad alguna de salir airoso, era un disparate. Sin embargo no había otra opción, imposible cualquier intento de evitar lo inevitable.
Días atrás, por fin, había conseguido escuchar su nombre en los labios de ella, en esos tan deseados y soñados labios que lo hacían estremecer de deseo. Esos labios que, con una dulzura indescriptible, con una naturalidad pasmosa musitaron su nombre aquella tarde, habrían de hacerle el hombre más ardiente, más compungido, más ansioso sobre la faz de la tierra. Mucho tiempo llevaba intentando tenerla cerca, sentir el calor de su piel, aún sin siquiera rozarla. Oler su perfume, sentir cerca su respiración.
A menudo soñaba con ella, soñaba que ella le hablaba, le besaba, lo acariciaba, temblaba junto a el. Todas sus frustraciones diarias, todas sus ganas, todo su deseo lo plasmaba en su oneirismo y, se dejaba llevar, feliz y satisfecho, durante esas horas de sopor, engordando así la intensidad de deseo hacia ella.
Aquella tarde ella, ella, aquella a quien el adoraba, aquella que, sin sospechar lo mas mínimo, le guiaba el norte, aquella tierna criatura de piel morena, de largos cabellos, de elegancia salvaje y sensual, aquella grácil fémina puso su nombre en sus labios, llenó su boca de el…No podía contener su alegría, le había llamado por su nombre. El existía para ella, eso era genial, era todo lo que el deseaba, era perfecto. Por fin.
La relación, por fin, avanzaba, por fin aquel comezón se transformaría en algo, cuando menos nuevo, diferente, algo para lo que había unas fuerzas nuevas, un nuevo destino, proyecto, un cambio. Había algo claro, el no era transparente para ella. Su teoría era la siguiente; Si se había dirigido a el por su nombre, en algún momento, por fugaz que este fuera, había pensado en el, aún solo por un instante. Puede parecer una estupidez pero, cuando nuestro ser entero respira por otro ser, nada hay mas reconfortante que sospechar que ese otro ser, también respira a nuestro lado, aunque solo sea por una frugal casualidad, como en la mayoría de los casos, como en nuestro caso.
La habitación estaba caldeada, había un fugaz aroma a chimenea usada, el silencio era atroz. Tomaron una copa de vino, queso y berros en ensalada. Se sentaron en el salón a fumar. Por un momento el tiempo se detuvo, la tenía al lado, podía sentir los latidos de deseo en su pelvis. Se acercó a ella, rozó sus labios, su nariz, la suave, caliente y excitada piel de su cuello, su escote. Con habilidad de confitero comenzó a jugar con los botones de su blusa desabrochándolos, uno a uno. Los senos de ella aparecieron turgentes y deseosos de caricias, el no la hizo esperar. La acarició, la besó. Bajó hasta su vientre, le mordió con ternura excitándose hasta un extremo, casi limitador, con sus conteneos de gata en celo. Siguió bajando hasta sus muslos, inhaló su perfume, la deseaba tanto…No obstante debía ir despacio, disfrutar, al fin y al cabo y siendo realistas, solo tenía esa oportunidad, sólo esa vez podría poseerla, solo aquella tarde gozaría de ella, de su febril cuerpo, de su alma, de su ser.
Esa noche ambos murieron de amor.
Llevaba años intentando ser visible a sus ojos. Tarea harto difícil, sobre todo porque ella no demostrabas interés alguno hacia el. Trajinó tretas, inventó situaciones increíbles, cualquier cosa por acercarse a ella. Por fin, y al cabo de mucho tiempo, lo vio claro, aquella relación era, del todo, imposible. Se veía condenado a permanecer el resto de su vida a sus expensas, derritiéndose con el contoneo de sus caderas, vista de lejos, con sus risas a otros, en un bar, con otros, con su espectacular belleza de algunos días en que el, rendido y solo, no tenía mas que lamentarse, desearla y languidecer de puro amor. No, no se sentía con fuerzas para tal misión. Habría de acelerar el proceso, como fuera. Fue entonces cuando lo pensó. Veneno.
Tiempo atrás había tenido la oportunidad de estudiar a cerca del mundo de las setas. Fue un excelente alumno, alumno que quedó cargado de conceptos sabios con respecto a todo cuanto rodeaba el mundo de los hongos. Se empapó y como consecuencia de ello, se convirtió en un erudito del tema.
Tenía que conseguirla como fuera, necesitaba estar a su lado, besarla, rozar su piel, no podía más. No era justo, por la vía natural, ó sea, sin intermediar, probablemente jamás la conseguiría, y eso no podía concebirlo, la deseaba, la necesitaba, su vida, aún luchando, giraba en torno a ella. Entonces se le ocurrió.
Aquella noche cenaron torta del casar tibia con hongos. Ella no dejó de gemir ni un instante. El, por fin, gozó.
Durante toda la noche jadearon, jugaron con los ritmos de su respiración, los alientos de el y de ella cubrían y erizaban el cuerpo de ella y de el, el calor de sus cuerpos los hacía estremecer, contonearse, derretirse. El deseo los embriagaba haciéndolos gozar, con solo pensarlo. Después de horas de juegos, de caricias, de susurros, de piel erizada bajo el hirviente contacto de esa lengua inquieta y febril. Después de no poder más de placer, de deseo, después y, por último, la poseyó, la hizo suya.
Fue suya para siempre.
Ella se entregó a el como una gata, sumisa, ardiente, con fuerza. El no se lo podía creer, era suya, la tenía fundida a su piel, bañada en su sudor…era suya. Por un instante volvió a ser lúcido, solo por un momento, y la vio. Vio su rostro pleno de ardor, de lujuria…era tan bella, tan bonita, tan deseable. Dios, se vio a si mismo, era un enfermo, un enfermo febril. Ardía, no podía controlarlo, estaba enfermo de amor, de deseo. Y entonces, y solo por un fugaz instante, se dio cuenta, en realidad, de lo que acababa de hacer. Se sintió morir. Y murió. Y ella a su lado. Con el.
Como la luz de un flexo sobre los ojos un instante, vio, recordó la advertencia de su amigo al regalarle las setas:”Te morirás de placer”.
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